En mi último viaje a la India reparé en una callejuela de Jaipur en la que había una tapia con los retratos pintados de todos los mesías, dioses y redentores del politeísmo universal. La travesía apenas ganaba dos metros de anchura y, al paso de las imágenes, me detuve con mi acompañante sijh, que encopetaba su pelambre en un turbante rosa, mimetizando a la perfección con el perfil de la piedra sonrosada de la ciudad. Me advirtió, con mohín de estar revelando un secreto único, que las autoridades locales habían decidido estampar óleos de todo el olimpo internacional, para evitar de este modo que los transeúntes miccionaran en la valla. Y pensó que acababan de inventar la fregona, apero que solo podía ser ideado, como así fue, por mente española.
Pero es que los españoles somos, a pesar de nuestra indolencia vernácula para reconocer nuestros méritos, audaces en las invenciones, al punto que la idea hindú ya se había ejecutado en el Madrid del siglo XVII. Entre la Plaza de la Villa y la Plaza del Conde Miranda, se sitúa la calle del Codo, al uso estrecha como la de Jaipur y con una longitud aproximada de setenta metros a la sombra, que no son las de Grey.
Red empedrada de nuestro Siglo de Oro y espacio para el desahogo urinario de Francisco de Quevedo en sus actividades noctívagas y tabernarias. Animal de costumbres, injuriaba siempre a Góngora de la misma manera en que se detenía a orinar todas las noches en el mismo punto, hasta que un día un vecino pintó una cruz acompañada de la siguiente leyenda: «No se mea donde hay una cruz». No se arredró el orinador que, a verso suelto y grito pelado, mientras vaciaba el depósito, gritó: «No se coloca una cruz donde se mea».
Fue otra intelectual del nuevo milenio como Julia Roberts la que para impresionar a Richard Gere, al que quiero recordar nuevamente que no me ha llamado todavía para participar en una película juntos como me adelantó el día que le conocí, la que dijo: «¿Sabes que el pie mide como el brazo desde el codo a la muñeca? Lo sé por el Trivial«.
Trivial o no, la Roberts andaba más suelta de pierna en la película que de brazos, y probablemente desconocía que las medidas del Arca de Noé, el Tabernáculo de Moisés, el Arca de la Alianza y los Templos de Ezequiel y Salomón utilizan como medida única el codo bíblico. Pero como hombre orinando en una valla, ya por entonces existían dos varas o codos de medir: el codo sagrado, distancia del codo al dedo medio de la palma extendida y el codo vulgar, que se tomaba a puño cerrado.
Los españoles, que somos codos y recodos, asumimos la medida de uso común a partir del siglo XVI y hasta el Goliat de «El Quijote» es agrimensurado por Cervantes del siguiente modo: «Tenía (Goliat) siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza». No obstante, la España preautonómica de mediados del siglo XIX, pues ya asomaban rasgos de identidad propia hasta en la medida, llegó a contabilizar hasta veinte sistemas diferentes en la fecha en que se unificó el modelo de medición con el Sistema Métrico Decimal.
La vara de Teruel medía 0,768 metros, por debajo de la vara de Alicante que alcanzaba los 0,912 metros o del «destre» mallorquín que se situaba en 4,214 metros. Pero, agárrense, porque en Cataluña se utilizaba como unidad de medida la caña, que, y no es ocurrencia de autor, medía 155 centímetros, que el número ya parecía coquetear con la Cábala o el Derecho Constitucional de los nuevos tiempos.
A los que ponen los codos encima de la mesa, se les imputa un delito de lesa mala educación, por mucho que no se recuerde el origen de la pauta de urbanidad. Y es que en la Edad Media, las mesas de los castillos eran tablones instalados sobre caballetes de la época, donde los comensales acostumbraban a tomar asiento solo de un lado, de modo que se prohibía terminantemente clavar codos a riesgo de que la tabla se inclinase. La disposición en la mesa ha cambiado con el paso del tiempo si bien reconozco ventajas en la práctica medieval, pues en esa cadena de formación evitabas contemplar la jeta de los indeseables.
Es más, siempre he pensado que incrustar codos en la mesa, a izquierda y derecha, era y es un modo sencillo y pragmático de aislamiento voluntario, allí cuando sostener una conversación con el residente ocasional del plato contiguo es un ejercicio de alto riesgo. Pero puestos a poner codos en la mesa, que sea para hincarlos, pues es la fórmula adecuada para prosperar en un mundo lógico de recompensas basadas en el esfuerzo y la capacidad. Y no es que no haya estudiantes en España que queman pestañas y desgastan cartílagos entre bibliotecas de noche y habitaciones de día.
El problema es que, en determinadas circunstancias, esos meritorios que representan lo mejor de este país, advierten que avanzan, muy a su pesar, los que hablan por los codos y se abren paso a codazos. Hace más de dos mil años, Horacio ya usaba en sus «Sátiras» la expresión «hablar por los codos», que tenía su origen en la técnica de contacto con el codo del hablador para lograr que el oyente no perdiese la atención. A los que ya peinamos arrugas en el codo, el especialista en braceo y codos era un clásico de tardes de domingo, y no fueron escasos los cardenales y moratones que eran necesario encajar.
Como en la era del vértigo informativo y de la inminencia ya no es posible sostener una conversación física que dure más de cinco minutos, al menos con cierto sentido del pudor intelectual, son los propios medios de comunicación los que codean a cada segundo. El contacto físico del codo sobre el brazo o el esternón se ha remplazado por el bufido de voces en los programas de televisión para disipar la modorra del espectador. Allí donde no llega el codo, alcanza el berrido de la tertulia, so pena de que la audiencia decaiga.
Y son precisamente en esas tertulias, las que ven muchos estudiantes de codo hincado, donde aparecen algunos ejemplos de braceadores profesionales que se han abierto salvajemente paso con los codos. Es fácil comprender que, ante esa situación, algún televidente observe sus codos y se pregunte cuál es su verdadera utilidad. Los hay optimistas, y son la esperanza, que proseguirán hincando los codos. Los hay que caerán presos de la angustia y de la frustración y hasta bajarán los brazos o buscarán una salida a su desazón. Que la codicia empieza por el codo. En todo caso, que llegado el momento, no empinen el codo y, si lo hacen, que beban a escuadra y con moderación.
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