La soga y el lazo
En el mundo moderno, los lazos son multicolores y representan habitualmente causas justas, amén de los lazos negros en señal de consideración por un fenecido.
San Mateo es una fuente singular de curiosidades y paradojas, y no en vano, Logroño lo sabe. Laurel arriba, Laurel abajo, muchos riojanos habrán lucubrado sobre un versículo del Apóstol, quien, por propiedad, debería haber sido el Santo patrón de los Inspectores de Hacienda, y, por consiguiente, del mío propio que ando huérfano de tutela. Fue Jesucristo el que espetó al empleado un contundente “Sígueme” en el despacho de recaudación de tributos de Cafarnaún donde trabajaba. Y, en buena hora, pidió la excedencia.
La antífona evangélica es un clásico milenario: “Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito: es más difícil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos”. Para un republicano, no debe ser frase de uso común, sobre todo, cuando Andorra y Suiza están tan próximos. Aunque, bien es cierto, que en la era de la dilución de espacios y del achicamiento de dominios, el Paraíso, fiscal, está más próximo que nunca. Adán y Eva tuvieron que abandonar el Paraíso, pero no sabían que miles de años después, hay rutas organizadas para volver a él, con billetera rebosante.
En mi mórbida infancia, cada vez que un sacerdote aplicado de los Escolapios de Calasanz traía a la memoria el episodio del rumiante, me retorcía en mi asiento pensando en cómo, a modo de comparación, pudo poner el Maestro en la parábola dos cuerpos tan divergentes y extraños entre sí. Los hermeneutas de la palabra de los Evangelios han dado dos posibles explicaciones. La primera, que en las entradas a las ciudades amuralladas de las ciudades del Oriente bíblico, había dos portones, una de tamaño mayor por donde se colaban cabestros y mamíferos de toda jaez, y una de menor tamaño que únicamente permitía el paso de personas, y que recibía el nombre de “Ojo de aguja”.
La segunda, más sugestiva al sentir de un inventor de voces, que todo se debe a un burdo error de traducción, ya que no era la expresión “Kamelos” la voz originaria, sino “Kamilos”, vocablo que significa maroma o soga. Lo que me lleva a pensar que la traducción es muy importante, y, con ella, el papel de los traductores. Y en justicia es reconocer que hay oradores que piden a gritos un traductor, tan estrambótico es el discurso que declaman.
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Una de las obras cumbres de la filmografía de Hitchcock es precisamente su película “La soga”, un experimento técnico, temático y homoerótico sin precedentes, en la irrupción del genio al color. Una pareja de estudiantes universitarios estrangula a un amigo de la facultad con el fin de llevar a la práctica las teorías aprendidas en la universidad sobre la superioridad nietzschiana de algunos hombres sobre el lumpen general. Una vez escondido el cadáver en un arcón, invitan a cenar al propio docente (James Stewart), así como a familiares y amigos del asesinado, que festejan su encuentro con vituallas dispuestas sobre el mismo arcón del muerto.
Sobre un diorama formidable de fondo, que incluye toda la iconografía urbanística del gran Nueva York, se sucede la trama, en la que el propio profesor, escandalizado por lo que cree intuitivamente que ha ocurrido, desvela la tragedia. Si esa escenografía incluyese ahora la Sagrada Familia de Barcelona o el Guggenheim de Bilbao, editaríamos una versión revisada de la soga, en clave cinematográfica nacional.
La relación del Estado y las Comunidades Autónomas se ha convertido, con el devenir de los años, en una competición olímpica como el juego de la soga, que no en balde llegó a ser especialidad deportiva del invento ecuménico de Coubertin a principios del siglo XX. Lo curioso es que este juego político, algunos equipos territoriales colocan al Estado en el lado opuesto, como si las fuerzas y los rivales fueran iguales. El Estado como rival o como enemigo exterior. El “sokatira”.
Y es que el juego, que tiene orígenes antediluvianos, se ha propuesto a lo largo de los siglos para dirimir las disputas sobre el bien y el mal, y hasta para determinar el tiempo que va a hacer. Así, en Birmania, un equipo representa a la lluvia, y otro a la sequía, o los propios esquimales en Canadá, un grupo de tiradores representa el otoño y, el otro, el invierno. Y en función de la pulsión ganadora, se hace la previsión del tiempo que aguarda. Algún desanimado habrá pensado que los trasvases de agua en España tendrían respuesta a golpe de juego de soga.
Y de la soga al lazo. Fue Madame de Pompadour, amante del Rey Luis XV, quien hizo uso de los lazos, cintas de doble cara y de dos anchos distintos, como “nudos de amor”. Más tarde, Rose Bertin, modista de María Antonieta, los popularizaría en vestidos y sombreros. Pero, como abomino de la guillotina, prefiero los deleites de la Marquesa, benefactora y mecenas de artistas y escritores como Boucher y Diderot. El lazo para ella era un símbolo de pasión y de vida, un vínculo, pues ese es el trazo mismo de la tela. En el mundo moderno, los lazos son multicolores y representan habitualmente causas justas, amén de los lazos negros en señal de consideración por un fenecido.
Son justos hasta que dejan de serlos. Así le ocurre al amarillo. Porque un lazo que divide, deja de ser lazo para convertirse en soga. Difícil es hacer comprender el daño que se ha producido, pero valga a este menester una frase que se atribuye a la Marquesa, procurando apaciguar el desconsuelo del Rey tras la derrota de Rossbach: “Por lo demás, después de nosotros, que caiga el Diluvio”. Y pensar que todo empezó el día que comenzaron a proliferar Agencias meteorológicas autonómicas. Es lo que tiene el tiempo.