Hay votos que no se ganan en toda una vida y hay votos que se ganan en un minuto. Hay votos que de la misma manera que se ganan, se pierden en un instante. Hay votos reflexivos y hay votos compulsivos. Hay votos del cerebro y hay cerebros que captan votos. Hay votos de aldea global y votos de España de aldea despoblada. Como Cayo. En El disputado voto del Señor Cayo de Miguel Delibes, el protagonista representa un mundo lírico, labriego, el de la aldea de Cureña.
Cayo es un campesino de alma y cuerpo entero. Octogenario por imposición y aldeano por elección natural, es uno de los tres habitantes perdidos de un pueblo sepultado por el olvido en el norte de la Castilla tradicional. A su alrededor, el campo y nada más, una realidad telúrica y sacra en su modo de concebir la vida mundana, un concepto adensado donde no tiene cabida ni explicación la modernidad.
En la novela, de otra parte, hay hombres de ciudad a la caza del voto que representan, al fin y al cabo, a una sociedad prejuiciada donde no existe libertad de pensamiento sino que rige el pensamiento del grupo dominante, y por eso, se hace más visible en la paradoja del contraste de ese doble mundo, la independencia del labriego, su serenidad, su silencio buscado porque bullen los sonidos en la realidad de su campo, su pensamiento íntegro y autónomo: “Ese tío sabe de darse de comer, es su amo, no hay dependencia, ¿comprendes? Esa es la vida, Dani, la vida de verdad y no la nuestra”.
Estos jóvenes adanistas de la política enrolados en la vieja fórmula de la obtención del voto al precio moral o económico que sea, trufan su discurso de expresiones imprecisas y emergentes, tan vacías como las cuencas de los alveolos de los dientes de Cayo: “soltar la parida”, “enrollarse”, “alucinante”, “te clavan una pasta”, “mola cantidad”, “joder tranquilo”, “macho”.
En ese universo minúsculo de expresiones a los jóvenes les cabe casi todo, frente a Cayo del que brota de su boca un lenguaje quirúrgico, de una determinación casi sacra, donde cada palabra tiene un contenido, y cada contenido una palabra, y donde cada cualidad tiene su adjetivo y cada hecho, su sustantivo.
Dos cosmovisiones enfrentadas y un modelo binario de abrazar la realidad. Por un lado, tres profesionales de la nueva política, adoctrinados en el ejercicio de la seducción artificial y en la impostura de valores acorralados repentinamente por al inmanencia de Cayo, el mito, el hombre sin pecado y sin necesidad. El nuevo y el viejo mundo, y el apostolado sencillo para obtener el rendimiento inmediato del voto. Víctor llega a indicar a sus correligionarios, con tono imperturbable que “Al elector sólo hay que decirle tres cosas, así de fácil: Primera, que vote. segunda, que no tenga miedo. Y tercera, que lo haga en conciencia”.
En Cortes Generales hay Cayos rurales y hay jóvenes de ciudad, como también hay señores de recias costumbres parlamentarias y señores de parlamentos incomprensibles, pero todos están abocados a entenderse.
Delibes presentó a las dos Españas en su misma medida, antagónicas pero posibles, y en ese encuentro posibilitó que se conocieran. Esas dos cosmovisiones deben abrirse y reconocerse mutuamente. El mismo Delibes lo explica con prístina claridad al referirse a Cinco horas con Mario:
“Junto a la contraposición de caracteres de Mario y Menchu, en la figura del hijo está la esperanza. /…/ El chico habla a su madre, en las últimas páginas del libro, en un tono afectuoso y trata de hacerle comprender que los buenos no son los de la derecha ni los malos los de la izquierda, sino que todos, a la derecha y a la izquierda, somos buenos y malos, que lo que hay que hacer es tratar de hablar y comprenderse, abrir las ventanas en un país que no las abre desde siglos. En fin, esta actitud del chico, de reconciliación, opuesta a nuestro tradicional maniqueísmo, comporta un rayo de esperanza. Si los jóvenes fueran así, es evidente que pasado mañana dejarían de existir Menchus en el país”.
En la obra de Delibes está presente el proceso de descompresión post franquista y arriban las dos Españas, la de Caín (Cayo) y la de Abel. Presentar el debate político en la España de 2019 como un enfrentamiento entre las dos Españas es más necedad que ideología. O quizá más que necedad, sea necesidad. La necesidad de esa vieja España que solo sobrevivía y sobrevive en el odio y en el enfrentamiento. Regresar al pasado para vivir en él. Así no es posible seguir. Regresar al futuro para no cometer los errores del presente y del pasado. Así es posible seguir.
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