Probablemente nadie puede presumir de haber sido Jesucristo y demonio a lo largo de su vida. Ni de haber jugado al ajedrez con la Muerte, admirar un gol de Pelé en un estadio de fútbol alemán, conjurar como Padre Merrin al diablo en un exorcismo para la historia, ser emperador Ming quien antes había sido papa Clemente VII, para acabar interpretando a “Cuervo de tres ojos” en “Juego de Tronos“.
Strindberg, Eugene O’Neill, hasta chico Bond. “Hannah y sus hermanas”, “Dune”, “Mientras nieva sobre los cedros”, “Conan, el Bárbaro”, “Minority report”, “Robin Hood”, “Los tres días del cóndor”, “Pelle el Conquistador”, “Shutter Island”, “Star Wars”. Y tantas otras.
Forma parte de “La historia más grande jamás contada” (Georges Stevens y David Lean) de un hombre que hizo leit motiv de la frase: “Nunca digas nunca jamás” (Kershner) con la sensatez y la discreción de “El toque silencioso” (Zanussi) y de los grandes con los que se puede viajar “Hasta el fin del mundo” (Wenders).
Fue el 8 de marzo y confieso que no me enteré, abrumado ya por la zozobra de las tristes horas que nos ha tocado vivir. El 8 de marzo de 2020, año del coronavirus, moría en su domicilio en Francia Max von Sydow, probablemente el mejor actor sueco de la historia.
Entre la mitomanía de la edad púber, y entre costuras de blanco y negro del cine de la infancia, hay dos actores que taladraron mi conciencia. Por la fuerza y el vigor de sus interpretaciones, por su voz imperiosa y profunda, por su atracción animal a pesar de la angostura de sus rostros, por momentos parecidos: Max von Sydow y John Hurt.
Hurt (“Yo, Claudio”, “El expreso de medianoche”, “El hombre elefante”, “1984”, “El Prado”, “Alien”) tenía una asombrosa capacidad para conmover y sacudir emociones como panes desde cada ángulo de su británica cara. Solemne cuando el tiempo narrativo lo requería, efectivo cuando había que apelar al descreimiento del espectador, dramático cuando se invocaba al observador silente que hay detrás de toda pantalla.
Ambos compartieron la excelencia, porque ambos trabajaron al servicio de Lynch y von Trier, siempre entre los mejores. Hurt dejó de ser actor, porque dejó de vivir, en 2017. Era el actor que, con seguridad de entomólogo de cine, mejor había interpretado la muerte. Fue actor de muertes fantásticas. Como von Sydow.
Von Sydow fue la elongación del gran Bergman, al que anudó su vida como actor hasta el punto de mudarse a Estocolmo siguiendo el camino de su director. Von Sydow siempre hizo apología de su maestro, por su imaginación, por su talento irrepetible, por su sentido del humor báltico. A pesar de todo ello, en las memorias de Bergman “Linterna mágica” no menciona al actor no una sola vez. Ellos sabrán.
“El manantial de la doncella”, “Fresas salvajes”, “Los comulgantes”, “La vergüenza”, “La hora del lobo”, pero, sobre todo, “El séptimo sello”. Una obra poética, desproporcionada, colosal, sobre la imposibilidad de buscar certezas metafísicas, a través de un personaje único. Antonius Block (Von Sydow), un caballero cruzado que ha conseguido evitar la muerte, pero que entre la miseria mendicante del siglo XIV provocada por la peste, se enfrenta a la misma Parca en una partida de ajedrez. Al tiempo, libra una batalla interna en búsqueda de la razón de existir, de ser, y hasta de estar.
La película se adentra en los laberintos de la abstracción, del expresionismo visual, para mostrar los límites que se ciernen cuando por fin se contempla lo absoluto. El mismo absoluto al que se asoma Bergman desde sus dudas sobre la existencia de Dios desde que era un niño. Es una película sobre el miedo a la muerte, a la finitud, un sentimiento de horror provocado por la peste negra en la Edad Media y que, en cambio, está muy presente en los tiempos del coronavirus.
Paradójicamente, la misma televisión pública que muestra exclusivamente la tragedia desde el ángulo vitalista de la resistencia sociológica confinada en sus casas, emitió hace dos semanas un documental sobre la obra de Bergman. Lo hacía dejando al aire escenas de “El séptimo sello” y dejando que la solana putrefacta de la peste entrara, muy a su pesar, en los hogares de los recluidos.
Y mientras volvía a visionar aquellas imágenes alegóricas, como “Carmina Burana”, recordé que Umberto Eco consideraba la Edad Media como la alborada del hombre actual. Y en el regreso parcial a la Edad Media en estas horas de desbordante angustia, un retorno al que nos enfrentábamos ya por las hordas antiliberales de las nuevas tecnologías, nos descubrimos como sociedad con los mismos miedos. Los temores de ayer es el pánico de hoy.
La película, a pesar de sus encuadres imposibles por existenciales, presenta el valor absoluto de la vida y de la muerte. Y la esencia de la misma es contemporánea, así como los personajes que dan vida a ese gran fresco que representa una manifestación única de la literatura sobre el Día del Juicio. Block y su escudero, como Quijote y Sancho, el idealismo y la insatisfacción perenne frente a la incredulidad y la impudicia. La risa también se hace visible, con inconsciencia de juglar, como hoy la burla y la mofa siguen imponiéndose entre los más mediocres. La cordura se compromete. La razón diezma. La muerte acecha.
Lo decía Bergman de su película: “Quería pintar como un pintor medieval, con el mismo compromiso objetivo, la misma sensibilidad y la misma alegría. Mis personajes ríen, lloran, gritan, tienen miedo, hablan, responden, juega, sufren, buscan. Su horror es la peste, el Juicio Final, la estrella cuyo nombre es Ajenjo. Nuestro horror es diferente, pero las palabras son las mismas. Nuestra pregunta continúa”.
Y podría pensarse que en la película vence la Muerte, quizá obscena, quizá única. Pero el pesimismo y el imperativo agnóstico de Bergman se rompe para dar paso a un final donde la destrucción se compensa con la consistencia de la vida. Porque hay dos personajes, una pareja de cirqueros, Jof y Mia, la pareja santa o la Sagrada Familia, que viajan por un mundo desolado con su hijo Miguel de tres años que “hará cosas extraordinarias”.
Jof y Mia junto al Niño burlan a la Muerte. Es la inocencia de la esperanza. Es la Muerte derrotada al fin y al cabo por un Niño que abrirá las esclusas del tiempo. Son los santos inocentes que buscan un imposible necesario como es la felicidad. La Muerte arrebata de este mundo a Block pero nada puede hacer contra el Niño Miguel. Porque afortunadamente la vida siempre da paso, en su belleza, al espanto de la muerte. Es el milagro de todos los días, también de nuestros días.
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