Poco antes de comenzar el curso, Ignacio, de 10 años, lloraba estresado ante sus padres, anticipando la posibilidad de que le tocara de profesor a Gerardo, y no a Victoria. En su universo infantil, de esa lotería iba a depender todo su destino, por el momento limitado en el tiempo y condicionado básicamente por dos planteamientos: Uno, el tener que hacer muchos o pocos deberes. Dos, padecer o no castigos y exigencias.
¿Y todo este berrinche por qué? Porque uno de ellos tiene fama de ogro, mientras que de la otra profesora se dice que es muy buena y que nunca chilla ni se enfada en clase. ¿De verdad es para tanto que a nuestro hijo le toque uno u otro profesor? Lo cierto es que sí, que los distintos estilos educativos derivados de la personalidad del profesor van a afectar y mucho. En lo académico, por supuesto, pero también en lo personal.
Los padres de Ignacio intentaron consolarlo haciéndole ver que no tenía sentido llorar. “Hijo, todavía no sabes si te va a tocar ese profesor, y además a lo mejor no es así en realidad; muchas veces tenemos ideas preconcebidas y luego las cosas no son como pensábamos”, le dijeron. Pero, en su fuero interno, y ante tal panorama, también se echaron a temblar.
Y es que, cada vez que comienza un curso escolar, muchos miran al cielo invocando un poco de ayuda divina para que les toque “el buen profesor” a sus hijos, y no “el malo”. Sin ser expertos en educación, todos los progenitores saben la influencia que va a tener el educador, sobre todo si también es el tutor, no sólo en el rendimiento escolar del niño, despertando o no su motivación para el trabajo, sino también en su bienestar emocional.
Que el profesor afecta al resultado académico de sus alumnos es un fenómeno bien conocido a través del famoso Efecto Pigmalión. Según este principio, las expectativas del maestro respecto a sus alumnos afectarán a su rendimiento. Es por ello que habitualmente sus previsiones académicas tenderán coincidir con el resultado final. Sean buenas o malas, casi siempre se cumplirán sus predicciones.
Y no sucede porque sean adivinos, sino porque la forma de ser del profesor, y que crea o no en el niño como alumno, lo afectará mucho. Pero además de creer o no en el niño, se ha comprobado que la empatía del profesor también afecta. En este caso, en la gestión del mal comportamiento de algunos niños en clase.
La educación actual dista mucho del modelo pedagógico antiguo y tradicional de las clases magistrales. Pero no sólo por el formato, sino también por la relación entre el profesor y sus alumnos, por contraste a como era antes. La confianza entre el niño y el maestro se ha convertido, en nuestros días, en una de las claves más importantes del éxito en la enseñanza. Esta se descentraliza, para ir más allá de la transmisión de conocimientos, abarcando también enseñanzas vitales en relación a las habilidades blandas y sociales, las actitudes y el comportamiento de los niños en clase.
En lo que se refiere a la relación personal, el modelo educativo de las generaciones anteriores estaba basado en una relación intimidatoria en la que el niño tenía que limitarse a escuchar y a obedecer, y en la que no existía un diálogo. Hoy se espera, en cambio, comprensión y “psicología” por parte del profesorado. Esto implica evitar, en la medida de lo posible, el uso de medidas abusivas, entre los que se encuentran los castigos y el sarcasmo, a favor del diálogo constructivo y de la empatía.
Un estudio de la Universidad de Stanford, en California, realizado en el 2016, puso de manifiesto cómo afecta la actitud del profesor respecto a los problemas de conducta. Cuando éste adopta una posición empática, pudieron observar una reducción traducida en hasta la mitad de expulsiones por motivos disciplinares.
La investigación, conducida por Okonofua, Paunesku y Walton, parte de una premisa que relaciona los problemas de conducta con un estilo concreto de profesorado. En concreto, caracterizan el problema como el resultado de políticas de disciplina punitiva. A estas se le añadirían la falta de autocontrol o habilidades interpersonales de los maestros, y la ausencia de habilidades socioemocionales de los propios estudiantes.
Como expresaron los autores de la investigación, “un principio central de la profesión docente es construir relaciones positivas con los estudiantes, especialmente los estudiantes con dificultades. Pero algunos maestros están expuestos a una mentalidad punitiva predeterminada en los entornos escolares debido a las políticas de tolerancia cero sobre el mal comportamiento de los estudiantes”.
Como resultado, “los maestros están atrapados entre dos modelos”, explican los autores. “Un modelo punitivo que dice que hay que castigar a los niños para que se comporten y otro que apuesta por construir relaciones sólidas con los niños como base para la enseñanza, especialmente cuando tienen dificultades”.
Contrariamente a lo que se cree, tratar de plantear una disciplina totalitaria funciona peor que mostrar una flexibilidad basada en la empatía. De hecho, en este estudio, bastó una breve intervención dirigida a fomentar una mentalidad empática sobre la disciplina. Con ella redujeron a la mitad las tasas de expulsión de estudiantes durante un año académico. Estos hallazgos podrían marcar un cambio de paradigma en la comprensión de los orígenes y remedios para problemas de disciplina. Sobre todo para los niños abusones que asedian a otros compañeros mediante el acoso escolar.
Apenas han pasado unas semanas desde que arrancara el curso escolar y es pronto para hacer predicciones. Así y todo, los pequeños siempre van dando pistas con los comentarios que hacen en casa y les debemos escuchar. Aunque habrá que esperar a la reunión con el profesor y no ceder a la primera de cambio al drama infantil (resulta que Ignacio está contentísimo con su profesor y que al final no era un ogro), lo importante es intentar ser objetivo con ambas partes. Sabiendo, además, que la empatía va a ser la herramienta que mejor funcione, también para los padres respecto a los profesores de sus hijos.
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