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Viajar con perros: Camino de Las Vegas

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Dejamos atrás el Gran Cañón con un sentimiento de nostalgia inmediata en medio de una lluvia torrencial, aunque tal adjetivo no describe del todo bien lo que son los aguaceros bíblicos de Norteamérica. Mucho más aproximado a la realidad es el término coloquial inglés de “pelting” (despellejar), pues eso es lo que se le viene encima al incauto viajero que no ha corrido a refugiarse ante el primer goterón de aviso: la sensación de hallarse bajo una tubería rota del cielo, desde la que se despeña un agua casi sólida, que no deja apenas espacio para el aire. Uno no se moja en estas situaciones; se inunda. Olviden los paraguas. Sobrevivimos al aguacero descendiendo a velocidad de tortuga desde las alturas del Cañón hasta las primeras planicies de Arizona, ya de camino a Las Vegas.

Es un hermoso recorrido de 277 millas (445 kilómetros), que se disfruta por los continuos contrastes que ocurren frente a nuestros ojos. La humedad y la vegetación de montaña van dando paso al arbusto, luego al matorral y finalmente a las contadas hierbas y cactus que sobreviven milagrosamente en el secarral desértico del último tramo del viaje.

Quemando asfalto en Nevada

Conducir camino de Las Vegas

A su vez, la temperatura asciende desde unos suaves 20 grados hasta superar ampliamente los 40, recorriendo ya las interminables rectas que llevan a Nevada, en medio de una desolación abrumadora. Hay pocas sensaciones más gratificantes que quemar asfalto en medio de tales inmensidades. Aunque infinitamente mejor equipados, seguimos compartiendo el silencio respetuoso de aquellos vaqueros solitarios y polvorientos que cruzaron estos mismos parajes. Somos pequeños y frágiles. No irritemos al desierto.

Pero el desierto acoge vida humana. Aquí y allá, en las lindes de la carretera, uno va encontrando humildes cruces de camino presididos por grupos de viejos buzones. A lo lejos, se adivinan casas y caravanas requemadas por el fuego del desierto. Un hábitat inverosímil para el viajero acomodado. ¿Quién puede vivir en esos parajes? ¿Qué seres humanos excepcionales o desesperados optan por la soledad ardiente de ninguna parte? ¿Cómo subsisten, cuáles son sus hábitos, sus aficiones? ¿Qué esconden, qué penan, qué olvidan en aquellas planicies inclementes? ¿Cómo se relacionan? ¿Qué cartas, qué paquetes, qué mensajes les dejará el cartero en sus inhóspitos buzones? ¿Hay de verdad carteros que recorren esa ruta?

Buzones en medio de la nada

Curiosidades del desierto de Nevada

Salvo el propio placer del paisaje, pocos sitios destacables en nuestro camino a las Vegas. No hay núcleos urbanos importantes en la ruta, apenas unas colmenas dispersas, como la aldea de Chloride, todavía en Arizona, enternecedora por destartalada y solitaria, en eterna espera de viajeros curiosos. Merece la pena visitar el lugar sólo para hacerse una idea de lo que debe de ser vivir allí.  Algunas pocas casas bien mantenidas se alternan con cuchitriles decrépitos, coches arrumbados y caravanas deshuesadas.

En una colina cercana se divisan los restos de una antigua mina, que dio nombre al pueblo en mejores épocas. Los únicos vestigios de vida humana que advertimos fueron el dueño de la única tienda que parecía abierta, un tipo somero pero agradable, enjuto y arrugado como una pasa, así como la aparición fantasmal de un autobús escolar (en pleno agosto) que recorrió la calle principal sin detenerse, se dio la vuelta y desapareció por donde había venido.

Aldea de Chloride

El segundo puente más alto de Estados Unidos

Poco después de Chloride se llega a Nevada cruzando el río Colorado por el Mike O’Callaghan–Pat Tillman Memorial Bridge, desde el cual se divisa la impresionante Presa de Hoover. Se trata del segundo puente más alto de los Estados Unidos y el puente de arco de cemento más alto del mundo, que además puede recorrerse a pie por un pasaje lateral, experiencia que recomiendo. La presa es asimismo visitable, bien paseando por su exterior o adentrándose en sus entrañas, debiendo en este último caso reservarse con anticipación. Es una parada casi obligatoria para el viajero que recorre la ruta, tanto por su espectacular ubicación como por su historia, gran hito de la ingeniería de la época (fue construida en 1931 y completada en 1936).

Presa de Hoover. 

Llegada a Las Vegas

Una vez cruzado el impresionante viaducto, ya sólo restan 33 millas de relieve lunar antes de llegar al destino deseado. El vacío desértico va dando paso a urbanizaciones cada vez más numerosas y, de repente, tras una larga curva, divisamos Las Vegas. Nosotros hicimos coincidir nuestra llegada con sus primeras luces nocturnas, esa eterna promesa para viajeros ávidos de paraísos artificiales. Como dijo alguien en su día, “es difícil imaginar un oasis en el desierto mayor que Las Vegas”. Un oasis rutilante, insomne, excesivo, avasallador y absorbente, un lugar irrepetible e inseparable de la propia naturaleza humana, como pura creación del hombre que es. Pero eso es otra historia: la que les contaremos en la próxima entrega. 

Sebastián Puig Soler

Oficial del Cuerpo de Intendencia de la Armada, escritor y conferenciante. Actualmente trabaja en Washington DC en temas financieros.

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