De entre todas las preguntas indiscretas que se pueden llegar a formular desde la torpeza y la ignorancia creo que ésta se lleva la palma: “Bueno, y los niños… ¿para cuándo?”. La presión es inmensa para las parejas a quienes se presupone ya en edad de formar una familia, pero especialmente lo es para las mujeres que somos las que nos sometemos de manera más cruda al apremio de algunos estereotipos sociales.
Personalmente he de confesar que siendo una mujer, casada y habiendo pasado los 30, me expongo a tales cuestiones semana sí y semana también. En mi caso no cala, mi proceso personal va por un lado y las voluntades externas me resultan comprensibles, pero no por ello las hago mías.
Claro, porque hasta donde yo sé, el hecho de no tener hijos responde, en principio, a una mera decisión circunstancial, entiendo que revocable en cuanto así lo dictase el deseo. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Qué pasa cuando quien no tiene hijos no es porque no quiere, sino porque no puede? El deseo de ser madre (también padre, no dejemos fuera de esto a quien socialmente siempre reclamamos que esté más dentro) puede llegar a ser tan intenso e identitario como para representar una de las principales aspiraciones en la vida, uno de los pilares más básicos sobre los cuales asentar la construcción de todo un proyecto de vida.
Para muchas personas la autorrealización y la consecución más plena y satisfactoria de sus objetivos de vida pasa por tener, criar, educar y ver crecer a sus hijos: por tener una familia. Y, sin ella, es posible que ni siquiera se conciban a sí mismos en el futuro. Sin ella no saben cómo proyectarse en el tiempo. Sin ella la vida cambia radicalmente de significado. Hay personas para quienes, ya sea por los esquemas que han interiorizado desde bien pequeñitas o bien por un auténtico profundísimo deseo, todo o casi todo en la vida pasa por la paternidad.
Por ello, no es nada infrecuente y tampoco es de extrañar que la angustia ante la no llegada del embarazo, la dificultad para tener hijos derivada de algún problema biológico o las trabas legales para convertirse en papás y mamás (como es el caso, por ejemplo, de algunas parejas LGTB) lleguen a plantear un verdadero conflicto vital, una crisis de entidad suficiente como acudir a la consulta de un psicólogo o como para derivar en otro tipo de sintomatología de tipo ansioso o depresivo.
¿Qué hacer en estos casos? ¿Cómo gestionar, desde lo emocional y lo psicológico, la frustración ante una situación que no por importante deja de escapar a nuestro control? Pues bien, afortunadamente la medicina y sus más recientes avances han facilitado, y mucho, las cosas en este sentido. Las posibilidades que hoy están al alcance de nuestra mano (aunque no de todos los bolsillos y eso también es importante) para compensar las dificultades más orgánicas son, por suerte, inmensas en comparación con aquellas con las que contábamos aún hace muy pocos años.
Pero una cosa es lo que sepamos y otra cosa es cómo nos sintamos, una cosa es la realidad que nos pinten delante y otra muy distinta es la angustia con la que la experimentamos. Hablemos, pues, de emociones y transitemos por todas ellas hasta poder afrontar un conflicto tan íntimo y profundo como la dificultad para convertiste en madre o padre.
Cómo tolerar la frustración… Pues exponiéndote a ella, que la vida ya se ha encargado de ponerte las cosas difíciles y canalizando ese sufrimiento a través de la expresión de tus emociones. Compartiéndolas en pareja, en familia o en cualquier espacio de confianza. Olvidando posibles prejuicios sociales y apoyándote en los tuyos. No hay vergüenza ni culpa: querías ser madre/padre y, de momento, no te es posible, pues sí, ese es tu deseo y con la cabeza bien alta puedes reivindicarlo a la vez que lo lamentas. Forma parte de tu identidad, negarlo u ocultarlo implica censurar una parte muy importante de ti.
Cómo gestionar la angustia… Sin precipitarte y sin tomar decisiones rápidas. No en un primer momento y no en un estado excesivamente emocional. Después de haberte trabajado, después de haber separado y ordenado tus emociones y tus pensamientos (para lo cual es posible que requieras de ayuda psicológica especializada) entonces ya se abrirá otra etapa.
Cómo gestionar el deseo que sigue latente… Asegurándote de que por tu parte respondes a tu deseo de manera racional, con un plan de acción pensado y repensado, y lo haces de tal modo que te aseguras que por tu parte no queda nada por hacer. Asumes el 100% de la poca responsabilidad que está en tus manos: buscas un centro especializado, te informas, te sometes a las pruebas o tratamientos que sean necesarios… Todo ello con paciencia, sabiendo que tu parte está cubierta, que tú estás haciendo todo lo que puedes y que ahora toca que otros se pongan a trabajar.
Cómo gestionar las esperanzas… Recibiendo una ayuda extremadamente cualificada, un verdadero profesional en este campo no te ofrecerá alternativas que no sean viables ni te someterá a costosos procesos que desgastarán tu motivación y tu autoestima en balde. Mantente siempre informada de manera individualizada: nada de búsquedas por Internet ni de vecinas ni primas que te cuentan tal historia o tal otra. Hay tantos casos diferentes como personas hay en el mundo. Y lo mismo si no hablamos de dificultades biológicas sino de otra índole: infórmate sólo de lo que a ti te incumbe, podrás trazar el plan más eficaz posible y no caerás en la trampa de las expectativas infladas.
Cómo gestionar el miedo… Lo primero de todo, con apoyo. Con personas que puedan servirte de referente. No para que tomen decisiones por ti sino para que te acompañen a lo largo del proceso. Valora los pros y los contras de cada alternativa y no elijas nunca una que conlleve más riesgos (físicos, psicológicos o de cualquier tipo) que probabilidades de éxito.
Cómo gestionar la aceptación… Sabiendo que has recorrido todo el proceso, que no te has dejado llevar por la rabia ni tampoco por la resignación. Todo proceso culmina en un punto u otro, no siempre en el deseado, pero no hay nada más importante que sentir que uno ha hecho todo cuanto ha podido hasta agotar todas las alternativas posibles.
¿Y después? Pues después, si no queda más remedio, habrá que reconstruir ese proyecto de vida, habrá que anclarlo en otros pilares y generar a partir de ahí nuevos objetivos vitales. Nunca mejores ni peores que aquellos que se frustraron pero que nunca jamás se pudieron contrastar. Sencillamente, diferentes.
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