A partir de los doce o trece años (año arriba, año abajo), casi todos los padres se echan a temblar cada vez que piensan en lo que se les viene encima. Ni más ni menos que la adolescencia de sus hijos: una etapa evolutiva marcada por las turbulencias emocionales en el niño y que en casa se deja ver en forma de broncas y problemas. De un día para otro, se convierten en adolescentes y no queda ni rastro de aquel niño bueno y cariñoso, ni de esa niña dulce y resabidilla con la que daba gusto estar.
Y surgen las preguntas y los golpes de pecho en los sufridos progenitores. «¿Por qué?, ¿por qué a mí?» Aunque la verdadera cuestión estará en cómo manejar a los niños en esas edades. Es más, ¿acaso se puede hacer algo para rebajar la etapa de la crisis adolescente? Los expertos en estas edades llaman a la calma, pero estiman que es fundamental la comprensión del fenómeno adolescente para poderlo controlar.
El adolescente siente las cosas con una intensidad tan desorbitada como sus propios cambios, que no son pocos. Además de los físicos y más obvios, no podemos olvidarnos de otros como los hormonales, cognitivos y emocionales. Estos últimos están muy en relación los componentes psicológicos y el desarrollo de su individualidad, pero teniendo siempre en cuenta la pertenencia a su grupo social y de amigos.
La súbita exigencia del púber a ser tratado con la libertad merecida por un adulto suele generar problemas de convivencia familiar y el sentimiento de frustración es mutuo tanto para el niño como para sus padres. Resolver parte de esos conflictos pasará por ejercer algunos cambios en los procesos de comunicación con el adolescente. Aunque lo primero y más importante será entender por lo que están pasando a nivel psicológico y social, pero también cerebral.
Una de las peores manifestaciones adolescentes es la ira, una de las emociones negativas más desagradables que se pueden sentir. Cuando ésta llega, quiere decir que ya es demasiado tarde y que nuestro cerebro racional, capaz de sujetar nuestras acciones, ya ha perdido el control. Y lo ha hecho a favor de nuestro cerebro emocional o límbico, situado fundamentalmente en la amígdala.
Los accesos de ira, que también le pueden suceder a un adulto, tienen más probabilidad de tener lugar en los adolescentes por una cuestión meramente biológica y cerebral. Así lo explica la australiana Maggie Dent. Recién publicado su libro “From boys to men”, esta autora, considerada una gurú en temas de educación adolescente y divulgación para padres, señala el cerebro como uno de los factores más importantes.
Según Dent, “la adolescencia temprana ve un crecimiento significativo en el cerebro límbico, el cerebro emocional”. Por ello “comienzan a sentir las cosas con mayor intensidad que antes de la pubertad, y esto explica en parte tanto la espontaneidad como la volatilidad de la ira que puede llegar a suceder”. Además, afirma que gran parte de las respuestas de un adolescente a lo que experimenta en su mundo proceden de la parte menos desarrollada del cerebro.
“El lóbulo prefrontal, que se desarrolla lentamente, afecta a la capacidad de los adolescentes jóvenes para manejar estados emocionales como ira, frustración, miedo, aburrimiento, vergüenza y sentimientos de inutilidad. Su forma de pensar, si es que piensan en absoluto, a menudo puede permitirles catastrofizar en lugar de evaluar con precisión la situación actual”, afirma Dent.
Dent atribuye parte del descontrol emocional adolescente a la falta de madurez, pero también a una falta de desarrollo en el lóbulo prefrontal del cerebro, capaz de tomar decisiones más sensatas. En su lugar, afirma que la amígdala, que es como el centro de amenaza del cerebro, “es más grande en los niños y facilita una intensidad emocional aumentada”.
Así, ante una situación amenazante, será fácil que exploten y pierdan el control, puesto que “se necesita el desarrollo del lóbulo prefrontal del individuo para tener la capacidad de hacer una elección más madura”. Si a esto le unes las oleadas hormonales propias de los jóvenes, la bomba está servida.
Siendo el mal humor y el retraimiento respecto a la familia la tónica más habitual del adolescente, a veces las cosas pueden ir a más y peor. Sucede en aquellos casos en los que la rebeldía y la incomprensión se transforman en conductas agresivas o violentas, propias tanto del niño emperador o tirano como de algunos adolescentes. Cruzar la línea antes de ponerse a gritar, animarse a dar un portazo o a romper cosas, en casos extremos, tiene que ver con el procesamiento cerebral de la rabia, pero también con los condicionamientos sociales aprendidos.
Según estos, en el espectro de conductas socialmente inapropiadas, unas los son más que otras. Para ser concretos, llorar suele considerarse (sobre todo en chicos) un gesto de debilidad que implica venirse abajo o rendirse. Por el contrario, alzar la voz y pretender imponerse a través del grito o incluso de gestos violentos o intimidantes, puede percibirse como socialmente más aceptado y, erróneamente, como sinónimo de voluntad y fortaleza. Estos conceptos son aprendidos en nuestra cultura y ampliamente reforzados en el cine y la televisión.
Ya en España, el prestigioso Javier Urra está a punto de publicar su último libro “Déjame en paz… y dame la paga”. Urra, doctor en psicología, experto en adolescencia y fundador del centro “Recurra-Ginso” para jóvenes en conflicto dentro del hogar, apuesta por aprender a escuchar a los adolescentes y enseñarlos a que nos escuchen, como padres. Su libro, sin lugar a dudas, podrá convertirse en un manual imprescindible para entender a nuestros hijos en su etapa más complicada, favoreciendo el acercamiento entre las partes.
“La adolescencia es una etapa de difícil autodominio y de grandes impulsos, por eso es necesario educar con ilusión y sin miedo para lograr una relación satisfactoria entre padres e hijos. Los adolescentes aportan muchas cosas positivas, pero hay que saber detectarlas y valorarlas”, afirma el experto. A lo largo de la infancia y la adolescencia nuestros principales grupos sociales se estructuran en el entorno del aprendizaje y de la escuela. Después de la familia nuclear (de padres y hermanos), su clase será el grupo de referencia más importante para el niño.
En estos años la adecuación al grupo y el sentimiento de pertenencia a este por parte del joven determinarán gran parte de su carácter, seguridad en sí mismo y motivación. En la adolescencia se le presenta al niño el deseo y necesidad de autodefinirse. Esto implica la rebeldía de desmarcarse un poco de la familia, hasta ahora su grupo primario y principal fuente de bienestar y tranquilidad.
La nueva referencia del adolescente estará, en cambio, en su grupo de pares. En otros niños de su edad con los que ahora se identifica. Sólo ellos, y no los padres, estarán en sintonía con sus nuevos valores y figuras a las que idolatrar, a menudo estrellas de la música, actores o influencers.
Por todo ello será muy importante estar al tanto de cómo le va al niño en la relación con sus amigos. Así como observar si es aceptado por sus ellos o, por el contrario, rechazado por el grupo o víctima de algún tipo de acoso escolar. Tengamos en cuenta que si sentirnos rechazados tiene consecuencias muy negativas en cualquiera de nosotros. En el niño, carente de recursos para gestionar sus emociones, las repercusiones negativas serán mucho mayores. Por añadidura, las primeras personas con las que lo va a pagar sean seguramente sus padres, al ser las figuras de más confianza.
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