Acabo de aterrizar en Barajas después de una semana agotadora en Dusseldorf, en la que puede decirse es una de las ferias más importantes de vinos del mundo, Prowein. Los datos que nos ha facilitado la organización ascienden a una participación de 4.830 expositores de 47 países y más de 49.000 visitantes de todo el planeta.
Los pabellones estaban repartidos por países y dentro de ellos por regiones y Denominaciones de Origen, el orden ha sido germánico. En estas primeras letras no pretendo hacer apología de la opulencia de los grandes productores, con esos Stands macro-métricos, cargados de luces y estanterías, sillones de lujo y azafatas elegantes repletas de glamour.
El poco tiempo que me permitió abandonar mi stand, me dediqué a visitar a esos pequeños productores que tenemos un stand compartido o que viajamos en grupo con nuestra comunidad, a esos que tenemos 12 metros cuadrados, exactamente iguales a los de nuestro vecino y lo único que nos diferencia y podemos competir es con la calidad de nuestros vinos y con la simpatía.
Pues paseando por el pabellón 11, me acerqué un poco tímido, si cabe, a uno de esos stands, entre mi inglés y mi francés, me presente y comencé a hablar con una mujer de mediana edad que no tenía traje de azafata y ni llevaba casi maquillaje, después de las credenciales me ofreció un vino blanco, en muy poca dosis, como si de una joya se tratara, y cuando inspiré todo el perfume del mismo mis ojos miraron al cielo, donde pude leer: Vins d´ Alsace.
El vino estaba elaborado 100% con la variedad Güewurztraminer, su color era intenso, amarillo con ligeros destellos dorados, pero en la nariz lo que más me sorprendió fue la explosión floral, casi narcótica: Volcanes de rosas damascenas que iban y venían entre lichis maduros y notas de madreselva en flor, de vez en cuando saltaban aromas de maracuyá y de menta piperita. Las sirenas cantaban en mi copa.
Al probarlo en la boca la suavidad y el terciopelo de una acidez equilibrada y grasa lo hacían muy apetecible y de nuevo en la vía retronasal repetían con más intensidad, si cabe, toda la explosión aromática percibida anteriormente por la nariz.
No sé muy bien si por mi estado de éxtasis o por mera curiosidad, un hombre con gafas, de ropas normales y cara de simpático, se levantó de una pequeña mesa y comenzó a hablarme en inglés fluido. Se llamaba Robert y resultó ser el marido de la mujer que me atendió en primera instancia.
Empezamos a probar el resto de vinos de su bodega y sacó otro vino blanco también de la variedad Gewürztraminer, un 1º Cru con 98 puntos Parker y después dos espumosos de Cremant: uno Blanco 100% Chardonnay y un Rosado Blanc de Noir, 100% Pinot gris. Aquí sí que había glamour, el stand se convirtió en el más grande de la feria, tenía vistas al Rin y lucía una mañana radiante de primavera, cargada de rosas en flor, madreselvas llenas de burbujas de rocío.
Encontré la esencia de Alsacia en un humilde stand regentado por un matrimonio sencillo de Molsheim, una pequeña villa francesa a las orillas del bajo Rin, la familia Klingenfus. Pienso ir a visitarlos esta primavera.
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