Cuando lo peor del hombre se hace realidad
Tal como ocurría en el siglo XIV donde las personas estaban constreñidas de manera estricta a las estipulaciones de la Iglesia, en los partidos políticos y el poder constituido no hay palabra ni opinión fuera del catón impuesto.
La imaginación y la experiencia son dos aliados extraños que evocan, sin remordimientos y sin pudor, pasajes antiguos de tu vida, algunos tan confinados en la memoria como un día cualquiera de reclusión en el Madrid del coronavirus. Fue llegar el virus chino y recordar el pasaje inicial de la obra de Umberto Eco, “En el nombre de la Rosa” para revisitar ese hermoso día del año de 1327, en el que Fray Guillermo de Baskerville –un monje franciscano y antiguo inquisidor– y su discípulo, el novicio Adso de Melk –que es quien relata la historia–, llegan a una abadía benedictina situada en el norte de la península italiana. Comienza así una historia de muerte, odio, conspiración y cobardía, en esa misma Italia calcinada hoy por el miedo y el estigma de la pandemia.
Tras el desmembramiento del Imperio Romano, las discordias civiles existentes, el combate entre el paganismo y el cristianismo, la aversión de los cristianos a todo lo que procedía de sus adversarios y las luchas fraticidas, combinadas con epidemias y cataclismos, determinaron una reducción sustancial de la actividad científica y del progreso. Catorce siglos después, el hombre mantiene su propensión a la mismidad intelectual, incluso en una época de griterío insubstancial y de móviles con alarma a medianoche. En un mundo de reclusión y ensimismamiento forzoso, puede surgir lo mejor, pero que nadie se engañe, también lo peor. Y, entre lo peor, la ignominia de la delación.
Los mamporreros del mundo moderno
En «En el nombre de la Rosa» los propios inquisidores, inconscientemente, dan pie a que se propaguen los herejes: «Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores por beneficio de sí mismos: porque lo que vi más tarde en la Abadía me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el Demonio, ¡que Dios nos proteja!»
Los frailes, así como los mamporreros en el mundo moderno persiguen a muerte a los que no piensan igual, si pensar fuese delito o pecado grave. Existen muertes civiles por defender ideas del mismo modo que existían muertes físicas por defender razones o creencias nuevas. Pero es que «En el nombre de la Rosa», a semejanza de lo que ocurre pavorosamente en el momento actual, basta con que el inquisidor señale lo que considere errado, en falta de herejía, no porque realmente exista pecado o incorrección, sino porque, siendo indiferente la existencia o no de delito, es la única forma de conservación del poder. Así es también en la actualidad: «El cillerero había caído en la trampa. Estaba dividido entre dos urgencias: la de descargarse de la acusación de herejía, y la de alejar de sí la sospecha de homicidio. Probablemente, decidió hacer frente a la segunda acusación… Por instinto, porque, a esas alturas su conducta ya no obedecía a regla ni conveniencia alguna».
Palabra de partido, palabra de Dios
Tal como ocurría en el siglo XIV donde las personas estaban constreñidas de manera estricta a las estipulaciones de la Iglesia, así rigen los designios de los partidos políticos y del poder constituido, donde no hay palabra ni opinión fuera del catón impuesto. Palabra de partido, Palabra de Dios: «nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres son cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este caso dos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras está muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina».
Jorge, en la obra, intenta evitar por todos los medios posibles que el segundo libro de la poética de Aristóteles no fuera leído por los demás monjes, pues en la lectura y propagación de la obra podía estar la pérdida del poder. En la actualidad, una conducta de esa índole no sería agradecida. Es el precio del atrevimiento, es el precio del olvido.