¿Qué pueden tener en común Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Luis Cernuda, con Jim Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse y Evangelina Sobredo Galanes? Mientras los primeros, con diferente entusiasmo, conformaron una generación de cuño oficialista y de libro de texto, denominada «Generación del 27», el segundo grupo integra el fatídico e inconformista «Club de los 27«.
Un conjunto de artistas que fallecieron a esa edad, como consecuencia de su voluntad de huir, de su falta de voluntad por permanecer o, sencillamente, por efecto de un miserable accidente. Es el caso de Evangelina Sobredo, una joven cuyo nombre nadie recordaría en el trapecio de la modernidad actual, si no fuera por su seudónimo artístico, Cecilia.
Aquella madrugada del 2 de agosto de 1976 empezó para mí la Transición. Cuando unos meses antes había fallecido Francisco Franco, el sopor de un patio de recreo ahumado con la homilía en homenaje al General había sido todo lo que pudo almacenar mi recuerdo. Solemne pero triste, solitario y final, como la novela de Osvaldo Soriano. Pero fue aquella mañana, en el sonido irrepetible y extraordinario de la voz a través de una válvula radiofónica, cuando tomé conciencia por primera vez de lo irreparable, de lo incomponible, de lo inconcebible, de lo improbable pero también de lo posible.
Fue en Colinas de Trasmonte. Fue en Zamora. Cuando todavía ardíamos en el fuego fatuo que había abrasado a Niki Lauda quince horas antes en Nurburgring, llegó una noticia que rompió el alma de mi querida España en dos. «Me encontré con la muerte./Prado mortal de tierra./Una muerte pequeña», el mismo día que, poeta en Nueva York, «No son los pájaros/porque los pájaros están a punto de ser bueyes». Los mismos bueyes que reventaron aquella noche el vehículo donde viajaba la cantautora. «Bajo el dolor yugado en mis cejas/unciré los dos bueyes de mi llanto/para labrar la soledad que dejas». Leer el terceto de Jaime Campany y volver a Zamora.
Fue Cecilia quien sentenció a Franco, quien naturalizó el adulterio o quien reprobó el proxenetismo. Hay en sus canciones más feminismo emocional y real que en todo el repertorio o en todo el cine de la neuroprogresía de los siguientes cuarenta años. Hay en sus canciones más lecciones de sexualidad que en todo un serial audiovisual de la Doctora Ochoa. Fue el himno bello de la Transición, la voz a ti debida, Cecilia. La voz del cambio, la voz tuya, la voz nuestra.
Fue el guión sensible y osado, entre ingenuo e indómito, de quien hablaba de amor físico, de amor deshonesto, de los muertos de la guerra, cada alma sin enterrar y de España. Fue la melodía vívida y luminosa de un nuevo tiempo, tan inspirada en las voces adelantadas de Inglaterra y Estados Unidos, de Dylan, de Báez o de Garfunkel y hasta de los Beatles, tan distante del folklore romo de una España decadente y vencida.
La ironía en Me quedaré soltera: «Me quedaré soltera aunque yo no quiera, ¿con quién me casaré si mi cuerpo está viejo? No mienten el espejo cuando me miró en él». La aceptación de la infidelidad en un mundo infeliz en Dama, dama: «Puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz inconexo». Un censor de hipódromo de domingos y de café entre hijos birló el texto original que decía «algún desliz en el sexto (mandamiento)«. Entre ambas canciones hay todo un juego de apertura a una nueva mujer, alejado del convencionalismo mesetario, del servilismo y de la espera en la mesa camilla. «Esposa de su señor, mujer de un vividor».
La denuncia de la Guerra Civil en Un millón de sueños por la que tuvo que comparecer ante el Tribunal de Orden Público un día también de noviembre de 1973 y que la censura franquista convirtió en Un millón de sueños: «Cuánta tumba, ya no hay tierra para cavar en ella, para dejar sin nombre a tanto hombre». Y su Ramito de violetas que la propaganda independentista catalana convirtió en lema el fatídico día 9 de noviembre de 2014. Así está nuestra querida España.
Mi querida España es el poema, el epinicio de toda una generación y como tal debe entenderlo Marta Sánchez. No es canción para revisionistas, ni para ajustadores de cuentas. Era y es la canción del espíritu libre y conciliador de la Transición. Y a todas las Españas invocaba, pese a la fulgurante censura patria: a la España viva (mía) y a la España muerta (nuestra), a la España nueva (mía) y a la España vieja (nuestra), a la España en dudas (mía) y a la España ciega (nuestra).
«De tu santa siesta ahora te despiertan versos de poetas … De las alas quietas, de las vendas negras sobre carne abierta. ¿Quién pasó tu hambre? ¿Quién bebió tu sangre cuando estabas seca? … Quiero ser tu tierra, quiero ser tu hierba, cuando yo me muera».
De la regeneración en una España que ofrendaba su unidad y cerraba sus heridas, del recuerdo de quienes sufrieron, pero sobre todo de la pasión por construir el futuro, de la esperanza de un porvenir donde no había dos orillas, porque la misma Cecilia representaba esas dos orillas. Y de la llamada de la tierra en el momento final. Ella enterró a Franco y, con él, inhumó cuarenta años de felonía.
Cuarenta años después, como una cuarentena, hay quien olvida que nos levantamos hace cuarenta años de la siesta y miramos al futuro. Que enterramos el pasado porque ese fue el objetivo de la Transición. Que nos perdonamos. Que no hemos de cantarnos las cuarenta del siglo XX. Que hemos llegado hasta aquí para seguir llegando más allá. Y que, cuando Cecilia se fue, se oían otros acordes, otras voces, que decían «A tu viejo gobierno de difuntos y flores». Era Silvio Rodríguez. Gobierno de muertos, gobierno de vivos.
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