Volveremos a las calles, volveremos a las plazas
La nueva normalidad ha dejado las calles de España sin su habitual bullicio y sin muchos de los aspectos que han convertido a nuestro país en un lugar único.
Pasan los españoles por ser extravertidos, adictos insanables de las conversaciones interminables en veladores de diseño, en terrazas del pleistoceno o en mesas camilla con brasero de fuego abierto bajo los pies. A decir verdad, salvo las intrigas de palacio que siempre se producen intramuros, la historia de nuestro país es de calle arriba y calle abajo.
Como la Fiesta de Serrat en cualquier barrio de España, incluido el Poble Sec. Ese barrio que aún hoy, entre mascarillas, añora el siglo XIX desde Carrer de Blai hasta el Paralelo, en cuyo Molino confieso que pase una velada inolvidable que solo los libros escritos a los ochenta años pueden recrear.
Bullicio de barrio abierto pero también bullicio de barrio obrero, bullen las terrazas de la Plaça de las Navas y de la Plaça del Sortidor. Cuando el Congreso de los Diputados se convirtió un buen día en zafarrancho de combate entre la aristocracia oficial y la que se denominó criminal, recordé la canción de Serrat «La aristocracia del barrio» y fue tocar pie en suelo y cantar: «Son la aristocracia del barrio/Lo mejor de cada casa/Tomando el sol en la plaza/Tienen a la madre anciana/Virgen a la hermana/y en las Ramblas, una que es del asunto». Son las calles y plazas de Barcelona.
De Barcelona a Madrid en un AVE donde ya nadie habla
El brazo de una Barcelona hundida en el nuevo indigenismo de los tiempos modernos se extiende hasta Madrid en un AVE donde ya nadie habla. El silencio nos ha hecho ecuménicos. Todos se refugian en sus mascarillas, en un tren sin cafetería ni voz. Zaragoza se presenta en medio del viaje como una sombra de vida bajo la capa fulgente de una Virgen que no será ofrendada en este año capicúo.
Cuando llega a Madrid, Serrat ha dejado la partitura a Sabina, y entre claves de Mi bemol mayor en pentagramas sin PDR ni protocolo que te crió, pongamos que hablo de la Cuesta de Moyano.
Con los libreros emboscados y con la tremolina de los árboles atados contra el viento sur. De Preciados y de la Red de San Luis, donde cualquier cosa era posible ahora que nada es probable. Tambien de Huertas cerrado a medianoche, que ya no hay ni tiendas a deshora para descerrajar una última botella. Y bien que lo pudimos comprobar en otra noche reciente e inenarrable para el libro de los recuerdos prohibidos. Hablemos de Jorge Juan, ocupado por la Venezuela libre y el México desairado mientras jóvenes se afanan en danzar como gallos en taberna en flor.
Porque fue cierto y ahora más que «Los pájaros visitan al psiquiatra/Las estrellas se olvidan de salir/La muerte pasa en ambulancias blancas/Pongamos que hablo de Madrid». Ese mismo Madrid al que llegué por primera vez con apenas trece años, a tres escasos años del crimen de Atocha y de los Pactos de la Moncloa, para tocar mi humilde instrumento en el Colegio Mayor «Juan Evangelista». Era Madrid capital del cambio, de la libertad recuperada. Que no venga nadie a explicármelo.
Calles furtivas en la nueva normalidad
La historia de Madrid es historia de levantamientos al amanecer en calles furtivas, de acampadas en Puerta del Sol, de ajusticiamientos en plaza pública, de procesiones con Cristos de luz regalada. Donde antes se leían manifiestos y proclamas, ahora vence un silencio de mascarilla y contraaliento en buche.
Para los españoles, de La Albericia en Santander hasta Los Remedios en Sevilla, la extraversión es nuestra forma natural de vida. Nuestros cafés, nuestras terrazas al sol y a la lluvia si se precia, nuestros mercados y mercadillos, nuestros rastros y nuestros parques, nuestras esquinas. La mismas esquinas donde siempre espera el vecino peripatético. El conmilitón al que nadie hace caso en su casa. El pariente al que no le sobra un chavo y al que hay que invitar como sea.
De un tiempo a esta parte, mi esquina está vacía. Ya no viene el inclemente radioyente de las mañanas de cualquier radio matinal, ni tampoco viene el viudo desamparado al que solo el vino de mediodía hacía olvidar su soledad. Tampoco viene el joven de provincias, Zamora existe, que un día vino a estudiar a Madrid y cumple treinta años sin libros que echarse al maletín. Tampoco la estanquera ni el vendedor de boletos de la ONCE, ni el perro que le guía.
La nueva normalidad en mi esquina no es normalidad. Porque no están. Y porque alguno de los que no están, tampoco son ya. Ni siquiera son un número en un recuento oficial, en un país que no sabe computar a sus muertos. Mientras tanto, cada día vuelvo a la esquina, una esquina tan diversa y fecunda que se llama España, y busco la normalidad perdida.