En la foto que ilustra la portada de mi entrada de hoy podrán ustedes advertir varios detalles. En primer lugar, por supuesto, nieve por doquier. Y no, no se trata de Alaska o de Helsinki, sino de North Bethesda, Maryland, al ladito de mi casa y en pleno mes de marzo. Sí, han leído ustedes bien: marzo. Además de la nieve, en la foto también destaca mi habitual porte distinguido, aderezado con unas mechas nevadas que me sientan de lo más divino. Pero lo que realmente llama la atención en la imagen es la cara de contenta de mi ama, pese a la nevada y el frío.
Se trata de un fenómeno de lo más habitual, y constituye el principal efecto secundario de la hora feliz perruna. Porque los perros, ante todos, somos auténticos generadores de felicidad. Una felicidad sencilla y abarcable, sin artificios, resumida en un buen meneo de cola. En mi caso particular, mientras no llueva o truene, claro está.
El concepto de hora feliz perruna lo ha forjado @mmisery, la muy vital y apasionada humana de mi amigo Chomski, ese perrete tan mono y simpático cuyo ajetreado traslado a los Estados Unidos contábamos el pasado mes de marzo. Ella se refiere a ese momento especial que activa todos nuestros sensores caninos, cuando nuestros amos, ya en casa tras una larga jornada de trabajo, cambian sus ropajes, se enfundan las deportivas y van a por nuestros útiles de paseo.
Para un perro, no hay nada más emocionante que salir con la manada a husmear por los alrededores del territorio familiar y, cómo no, marcar adecuadamente dicho territorio. La hora feliz perruna es un evento clave en rutina diaria de un can, y así lo entienden páginas tan fashion como Lead The Walk, que ofrece un magnífico surtido de accesorios dedicados a este momento.
Pero ojo: no nos confundamos. Tan importante o más que para nosotros, la hora feliz perruna lo es también para los humanos. Para empezar, nuestra alegría y entusiasmo inagotables resultan contagiosos, y contribuyen a mitigación de todos esos malos humores y preocupaciones con los que nuestros amos suelen andar cargados. Les obligamos a salir y airearse por muy cansados que estén: sano ejercicio. Les acompañamos en silencio, sin juicios ni reproches y con todo nuestro buen ánimo. Estamos ahí, para lo que sea. Somos felices con ellos y a la vez les ayudamos a generar un montón de endorfinas. Así de fácil. Los regañadientes duran poco a nuestro lado. Guau y reguau.
Mis congéneres caninos coincidirán conmigo: no es la primera vez ni será la última que vemos llegar a nuestros humanos nerviosos o enfadados y, tras apenas media hora en nuestra compañía, se transforman: su agotamiento físico y mental se aligera, sustituido por una disposición más paciente y positiva. Vuelven a ser, en definitiva, más ellos mismos. Esta es una cualidad nuestra universalmente conocida y aprovechada, por lo que infinidad de perros se dedican a labores terapéuticas en todo el mundo. Maravillosos colegas como los del programa «Pawsitive Pals« de San Diego. Les dejo con ellos. Vean el vídeo y pregúntense: ¿Quién es más feliz?
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