El adulto que no tolera la frustración es iracundo, inmaduro incapaz de gestionar sus decepciones y de generar planes de acción alternativos para llegar al mismo objetivo que se había planteado de inicio. Tiene dificultades para identificar y expresar sus propias emociones, poca inteligencia emocional y serias barreras que le impiden ser empático, asertivo y resolutivo. El inseguro adulto que no tolera la frustración un día fue niño, un niño que no adquirió las habilidades que después le permitirían ser un adulto autónomo, equilibrado y adaptativo. Fue un niño ansioso, que se volvió cada vez más demandante e impaciente, a quien le molestaban los cambios, que era impulsivo (a veces incluso agresivo), que aprendió que las tareas difíciles era mejor abandonarlas y esperar que alguien las resolviera en su lugar, que se enfadaba ante la ausencia de resultados inmediatos y que, desde la rigidez cognitiva que progresivamente fue desarrollando, acabó temiendo tanto el fracaso que se volvió evitativo.
Esta historia nos suena a todos muy mal. Por desgracia no es solo una teoría. Ahí fuera casos de este tipo son mucho mas frecuentes de lo que todos penamos, y de lo que como sociedad todos desearíamos.
Es normal que un niño se indigne ante la imposibilidad de llevar a cabo sus planes, que viva mal la incertidumbre y se desborde ante la impotencia. Es normal que un niño se indigne más de la cuenta y que le cueste imaginar alternativas para conseguir lo que quiere. Porque es normal que un niño se obceque con aquello que desea y que persiga satisfacer sus necesidades sin pensar en nada ni en nadie, sin considerar que a su alrededor hay otras personas con otras necesidades igualmente respetables. Todo esto es normal porque así se entiende desde el punto de vista del desarrollo: las capacidades cognitivas y emocionales pasan por distintas fases (las más primitivas implican un recalcitrante narcisismo y un absoluto egoísmo, no puede ser de otra manera) hasta alcanzar un nivel de madurez que permita al futuro adulto convertirse en una persona resiliente, asertiva, paciente, empática, flexible, resolutiva… En definitiva, madura.
Sin embargo, ninguna de estas habilidades se adquiere por arte de magia. Ni es el resultado inexorable de la edad. Nada de eso existe. Todas y cada una de las habilidades que nuestro enorme potencial nos permite desarrollar están sujetas al esfuerzo personal y a los condicionantes del entorno. No importa que hablemos de habilidades sociales, emocionales, asertivas o de resolución de conflictos, todas han de ser entrenadas, potenciadas, inculcadas, enseñadas y, en última instancia, aprendidas y bien enraizadas en el repertorio habitual de cada individuo. Por eso los seres humanos, a lo largo de un largo periodo de inmadurez, necesitamos pasar por todo un proceso educativo bien orquestado que nos asegure que todo eso que es “esperable” ocurra realmente, es decir, que nuestros estilos de afrontamiento para la vida se pulan de tal manera que nos permitan alcanzar nuestros objetivos. Y nuestros sueños también, por qué no decirlo.
Pero, con tanta protección, tantas facilidades ’gratuitas’ y tan pocas consecuencias ¿estamos criando a futuros adultos tan inhábiles desde el punto de vista emocional que después no puedan gestionar las vicisitudes propias del día a día? ¿Qué está pasando que cada vez hay más casos de personas con dificultades para hacerle frente a la vida?
Desde que el niño deja de guiarse por sus reflejos más primitivos pone la mirada en el otro: los padres, que adquieren un papel incuestionable en su desarrollo. Desde muy temprano el niño empieza a expresar sus deseos y su voluntad se impone: pide lo que quiere, exige incluso, rechaza lo que le disgusta… Y los padres no pueden simplemente sucumbir. Les corresponde gestionar ese torrente de impaciencia, les corresponde educar. Porque además, a partir de ese momento las demandas van a más, todo se complica.
Quizá el problema ha estado en no saber gestionar la educación de los hijos de acuerdo a un punto de equilibrio entre ser figura apoyo y ayuda, por un lado, pero ser a la vez figura de autoridad por el otro. Quizá veníamos de un modelo educativo excesivamente rígido y hemos optado por la vía exactamente opuesta. Qué error.
El padre y la madre, o el cuidador que corresponda, como figuras de autoridad dotan de seguridad al niño y sirven de soporte emocional constante. Son las únicas figuras que aceptan al pequeño de manera incondicional pero que al mismo tiempo cumplen otra función mas compleja: la imponer límites y normas que guíen su desarrollo. Gracias a esta guía el futuro adulto interioriza los valores que marcarán su identidad. Ese límite que a veces tanto cuesta poner es, en el fondo, lo que el hijo más necesita y lo que en el futuro más agradece.
Pero parece que nos somos conscientes de la importancia que esto tiene. Se ha pasado de “la letra con sangre entra” a sentir casi lástima por el hijo y querer protegerle de cualquier emoción mínimamente incómoda. Quizá también porque algunos padres no saben cómo afrontar ciertas situaciones cuando incumben a propios hijos. La consecuencia es que se recurre a la más laxa de las actitudes: la de la sobreprotección del niño, evitando que pueda enfrentase a los problemas y. por tanto, evitando que pueda aprender a resolverlos. No nos damos cuenta de que las consecuencias psicológicas de un modelo educativo excesivamente autoritario y las consecuencias de un modelo educativo excesivamente permisivo tienen muchas similitudes: no promueven la asunción de responsabilidades, no facilitan un proceso madurativo adecuado, no promueven el desarrollo de habilidades cognitivas y emocionales, no le permiten al niño ganar parcelas de autonomía ni adquirir nuevas dosis de seguridad…
La más absoluta libertad sin límites y la protección frente a las potenciales frustraciones son perniciosas porque al final te convierten en un adulto inútil para la toma de decisiones y para el manejo de las responsabilidades que el desarrollo vital conlleva. ¿Qué hacer, entonces, para crear adultos psicológicamente saludables?
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